Los adultos tenemos el compromiso de educar a los niños y también el deber de aprender siempre de ellos. Ser padres no es tarea sencilla ni se aprende de hoy para mañana, sino que como cualquier disciplina de la vida el aprendizaje se adquiere en la cotidianeidad.
Una de las cuestiones fundamentales en este camino de la educación familiar es el hecho de escuchar a los niños desde temprana edad, sin dejar de hacerlo al menos hasta que transcurra la adolescencia. Al realizar este gesto tan humano de escuchar uno valora de sobremanera al otro, atendiendo a la vez sus inquietudes, deseos, sueños.
Sin dudas que la niñez es una de las etapas de la vida más felices del ser humano porque se disfruta de la vida desde la esencia. Es el tiempo pleno de los descubrimientos, de los asombros, de la ternura. No hay preconceptos o prejuicios inculcados por parte de la sociedad, esos que tantas divisiones nos ocasionan en la adultez, incluso antes de esta etapa, y que nos privan de gozar de una vida plena.
Cuando un niño conoce a alguien espera encontrar otro niño. Es decir, no importa si ese alguien es un adulto; el niño espera encontrar ese espíritu de candidez, de luz y de inocencia que lo mantiene en esa esencia. Ocurre que, a partir de ello, se disfruta de la verdadera libertad, ese valor que es tan esquivo al ser humano en su mayor parte del tiempo en este mundo.
Y,
en estos tiempos, en que la tecnología se ha internalizado en la cultura, los
padres debemos poner también atención en este fenómeno. Considero que el niño
nunca debe perder el contacto con la naturaleza ni con sus pares. En estos
primeros tiempos de vida es importantísimo el hecho de la experimentación del
mundo, de sus formas, colores, olores, sabores. Aprender a andar en bicicleta,
treparse a un árbol, hacer burbujas. Ni qué decir que participar en los juegos
tradicionales como las escondidas, la mancha y tantos otros, que hicieron
gloriosa la infancia de quienes, al menos, tenemos más de 40.
Cuando concurro a una plaza con juegos para niños, junto a mis pequeñas hijas: Lourdes (6) y Mara (4), es incesante escuchar a padres, tíos o abuelos, decir: “bajate de ahí”, “tené cuidado”, “te podés caer”, y una larga lista de etcéteras. Considero que los padres tenemos que estar atentos en todo momento, pero si no dejamos que ellos gradualmente vayan experimentando algunas suaves caídas, ¿cómo van a adquirir la habilidad para jugar sin rigidez? Y, al mismo tiempo, también es muy valioso el hecho de incentivar a los niños a que tengan pequeños desafíos, tanto, en algún juego como en otra situación de la vida. De ese modo lograremos que crezcan en una sólida autoestima.
También, es oportuno, decir, que los adultos debemos deconstruir esa cultura del “exitismo”, del “ganar o ganar” (porque es lo único que importa), mandatos sociales que tantas frustraciones han ocasionado en todas las generaciones. Justamente, perder en cualquier juego o circunstancia es lo que me va a permitir aprender de ello y, desde luego, crecer.
A mis hijas trato de describirle casi toda cosa o situación que vemos o experimentamos, como así también en el conocimiento de nuevas palabras, números, o cuestiones que a ellas se les ocurre preguntarme. Me parece que es una sana costumbre de empoderar a nuestros hijos con el conocimiento pleno, adaptado lógicamente a su capacidad de entendimiento. Considero que de esa manera ellos van creciendo también en conciencia y aprenden a valorar mejor la vida en todos sus aspectos.
Pero retomando el título de este texto vuelvo a resaltar esa virtud de escuchar, que, desde luego debemos ejercerla siempre, con personas de cualquier edad. Tanto los niños como los adolescentes y adultos siempre necesitamos ser escuchamos para sentirnos apreciados, contenidos y estimulados para continuar a paso vivo en este apasionante camino de la vida.
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