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Asel Bichilani por Viviana Arreghi

Es muy interesante entrar en ciertos lugares de la nota: “¿Quién es Asef Bichilani? Esto parece el comienzo de un cuento, de uno de esos cuentos intrascendentes, con que se llenan huecos en revistas y diarios, pero Asef Bichilani, no es un producto de la imaginación; vive, trabaja, sueña y pinta; pinta en las poquísimas horas que su trabajo le deja libres, porque Asef es un muchacho pobre, pobre y bueno, que vende verduras diez horas diarias, que tiene la casi responsabilidad de un hogar, sobre sus juveniles espaldas, y un alma grávida de sueños, que se marchitan en la vana esperanza de un milagro, de ese milagro que le permita cristalizar esos sueños, un puñado de dinero, nada más…

Es realmente notable la voluntad de este artista de alma; arde una llama sagrada en su espíritu; hace tiempo que sus telas están llamando la atención, lo que es mucho decir en un ambiente cerrado a las manifestaciones del arte como es el nuestro, es decir, para el arte que se manifiesta como fruto del pueblo; aquí se rinde culto al extranjerismo; cualquier mequetrefe que llegue de afuera con un nombre con muchas ‘efes’, es recibido con entusiasmo; en cambio, es aplastante la indiferencia y la apatía, la casi hostilidad del entorno, cuando ese mismo arte tiene sus manifestaciones en un hijo del terruño; Asef Bichilani es una prueba más del acertado aforismo de que ‘nadie es profeta en su tierra’.

La pobreza es el mayor enemigo de este muchacho nuestro, ‘su atellier’, si puede llamarse así a un rincón, con una altísima ventana, luz escasa y mala, ni siquiera un caballete (es demasiado optimismo llamar caballete a lo que hace de tal).

Abundan allí las bolsas de papas, cajones vacíos, y una colección de tarros de pintura de los de cuarenta centavos el medio kilo. Él mismo prepara sus lienzos; para ello, coloca sobre un género de hilo, varias capas de pintura blanca, y también pinta sus marcos, todo esto en las horas en que no debe cumplir con la apremiante labor de vender repollos y zanahorias a sus convecinos.

(…) Bichilani, para pintar una de sus telas, debe trasladarse muchas veces a leguas de distancia de la ciudad, como ocurrió cuando estuvo trabajando en su ‘Estudio de colores’. Estuvo en un lugar de la costa, donde lo sorprendió la noche, que hubo de pasar a la intemperie con una temperatura invernal, en que el aire tenía filo como las navajas; por si esto fuera poco, alguien que lo acompañaba, y que no participaba por lo visto de su amor a la belleza, molesto por tantos inconvenientes, lo dejó solo, no sin antes arrojarle al río sus queridos estudios.

 

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