Una breve mirada sobre los espectáculos, las compañías y el público en Gualeguay a principios del siglo XX
1. De empresarios y compañías
Si bien podría pensarse
que va de suyo, no es superfluo recordar aquí que el funcionamiento de salas de
espectáculos en ciudades pequeñas como Gualeguay o San Nicolás (15.801 y 19.085
habitantes, respectivamente, en 1914) no es comparable con el que podía darse,
por ejemplo, en Rosario, que, con más de doscientos mil habitantes y 41 % de
extranjeros, se hallaba en plena expansión y podía encontrar público para no
uno, sino cuatro teatros que ofrecían espectáculos de ópera a la población. No
menos cierto es que incluso esos teatros tuvieron dificultades para
sostenerse[2]. Algo que no resulta sorprendente si pensamos que, a principios
del siglo xx, Madrid, con casi seiscientos mil habitantes, no lograba reunir
público suficiente para hacer rentables los espectáculos en dos importantes
teatros como eran el Princesa y el Español.
En Madrid el público no se renueva. Una obra, por mucho éxito quo logre, sólo puede verla dos, a lo sumo tres veces, el mismo público. Y con tan reducido número de representaciones no alcanzan las obras la vida que merecen. Y no se puede pedir más tolerancia á los espectadores. Yo estoy satisfechísimo, orgulloso, de la ayuda constante que el público me presta. A pesar de ello, yo pierdo todos los años. No sé cómo me las compongo, pero el dinero que traigo de allá, al finalizar la temporada ha desaparecido. Y si esto, á pesar de la cooperación constante del público, me ocurre en el teatro Español[3].
Conviene igualmente aclarar que, cuando hablamos de “empresarios” en Gualeguay, no debemos imaginar empresarios teatrales que planeaban una temporada de espectáculos, o aquellos de mayor capacidad económica como los que en la ciudad puerto santafesina integraban las sociedades anónimas que gestionaban los teatros en calidad de accionistas a principios del siglo xx[4]. Se trata, por lo general, de comerciantes locales cuyo beneficio era la diferencia entre lo recaudado por las funciones y lo erogado en alquiler de la sala y gastos operativos, muchas veces complementado con ingresos provenientes del buffet. No necesariamente tenían conocimientos específicos del mundo de los espectáculos o contactos en ese ámbito.
En segundo término, su posibilidad de seleccionar compañías o tipos de espectáculos era muy limitada. Dependía, en gran medida, de la inclusión de Gualeguay en el itinerario de las compañías que circulaban por el litoral, y a veces, además, de que estas lograran vender una mínima cantidad de abonos con anticipación. Ya se ha hecho referencia más arriba a la modalidad con que funcionaban las compañías que recorrían el país. En el caso de Gualeguay, lo habitual eran permanencias relativamente prolongadas, por lo general no inferiores a tres semanas, y de cinco o seis semanas si el resultado era medianamente bueno. En las dos décadas que nos ocupan en este recorrido, la principal vinculación de Gualeguay con la Ciudad de Buenos Aires, de donde partía la mayoría de las compañías, la constituían dos vapores (y en 1912 solo el Astrea, con un servicio deplorable, según el diario[5]) incluso después de la inauguración del ferry boat en 1908, ya que este servicio se veía interrumpido cada vez que la creciente del río Paraná afectaba los rieles. En mayo de 1910, por ejemplo, El Debate reproducía una nota del diario El Litoral de Concordia, reclamando por el perjuicio que causaba a la Mesopotamia la suspensión del servicio ferroviario, agravado por el decaimiento de la navegación de cabotaje, “reducida a límites inconcebibles”. A Gualeguay llegaban las compañías generalmente por ferrocarril o por camino en los llamados “correos” desde Paraná o desde Gualeguaychú, y ocasionalmente desde Victoria.
Más de una decena de esas compañías eran españolas. Los ya mencionados Jaime Falconer y Mariano Galé estaban asentados en Argentina, y allí formaban los elencos con que recorrían el país; otras compañías, en cambio, venían de España y permanecían en el continente por períodos de diversa duración. Fernando Díaz de Mendoza describía el fenómeno:
En cuanto un actor adquiere cierto prestigio, cierta notoriedad, se emancipa y forma una compañía […]. El actor español no se preocupa del mañana. Lo quiere todo o nada. No sé a ciencia cierta si son tres, cuatro o cinco mil, los actores españoles. Pues bien, que yo sepa sólo tres o cuatro tienen asegurada su vida. Los demás viven al día, sujetos á las enojosas contingencias de la suerte.
Las compañías así formadas recorrían las provincias españolas y luego tentaban la vía americana, probablemente alentados por el ejemplo del exitoso dúo Guerrero-Díaz de Mendoza, que, según vimos, financiaba sus temporadas en Madrid con lo ganado en América.
También el corresponsal de La Época de Madrid en Buenos Aires, José Santero, relataba en una extensa columna los éxitos de las compañías españolas en Argentina, dando detalles sobre los espectáculos, los precios y los gustos del público. Explicaba que había tenido mayor beneficio económico la compañía de Emilio Thuillier, con un espectáculo de alta calidad a precios populares en el Teatro Victoria, que la compañía Borrás, en el Odeón[6]. El cronista elogiaba el modelo, según él iniciado por Thuillier, de ofrecer teatro de calidad a precios populares:
Hasta ahora, las compañías dramáticas españolas que venían de España, o trabajaban a precios altísimos, lo cual hacía que pudieran ser apreciadas solamente por las clases privilegiadas, que por lo general van al teatro más por lujo que por afición, o si trabajaban por precios relativamente módicos, estaban constituidas por elementos tan mediocres y apelaban a un repertorio, que más servían para descrédito que para beneficio del arte español. […]. El actor Sr. Borrás, cuyas excelentes dotes artísticas reconozco y no discuto, cultiva un repertorio poco a propósito para la elegante sala del Odeón, cuyo aristocrático público gusta más de salones adornados y damas ricamente vestidas, que de blusas, alpargatas y chaquetones[7].
Luego de nombrar las compañías previstas para el otoño siguiente, entre ellas la de José Tallaví y Julia Sala, Santero afirmaba: “Lo cierto es que ya están en viaje varios empresarios, con el objeto de formar compañías para el invierno, y que se espera una brillantísima jornada artística que nuestros actores deben saber aprovechar”[8].
A las oportunidades que ofrecía Buenos Aires, añadía el corresponsal las que proponían ciudades de provincia “ricas e importantes”, entre las que incluía a Rosario, Bahía Blanca, Córdoba, Mendoza y Tucumán, donde se sostenían “compañías teatrales, ganando grandes beneficios”.
Efectivamente, Tallaví vino al país en 1908. Nacido en Melilla en 1876, había iniciado su carrera de actor en Málaga, y en 1906, ya consagrado como actor de mérito, había formado su propia compañía, con la que debutó en el Teatro Princesa con un abono de 16 funciones[9], con éxito de la crítica, pero no de la taquilla[10]. Emprendió una gira por España y finalmente pasó a Montevideo y Buenos Aires, donde en 1907 representó en el Teatro Argentino Espectros de Ibsen, con gran elogio de la crítica.
En su gira de 1908, llegó a Gualeguay luego de pasar por Santa Fe y Córdoba, según informaba El Debate. Integraban su compañía Eduardo Perlá, quien había estado antes en Gualeguay (según el diario local), y Julia Sala[11]. Ante el escaso público presente en las dos primeras funciones de un abono de ocho, el cronista de El Debate sugirió, como lo había hecho su colega español el año anterior para el teatro madrileño, bajar el precio de las localidades.
La de Tallaví es una de las pocas compañías dramáticas que visitaron la ciudad entrerriana, además de las de Paonessa, Arturo Mario y Gobelay, argentinas, y la de Navarro y Perlá, española. Las otras, más de 30, podríamos clasificarlas en cuatro grandes grupos: comedia, zarzuela, ópera y opereta. Se incluye en apéndice la lista de las compañías que se presentaron y los géneros que ofrecían.
2. Los espectáculos en el teatro
Ópera
Que solo haya habido
tres compañías de ópera en Gualeguay en el período que analizamos aquí no
debería sorprendernos. Hemos hablado de ellas a propósito del Teatro Nacional
en 1908-1909 y de la inauguración del Teatro Italia en 1910.
El Teatro Nacional, como sabemos, estaba en pobres condiciones de mantenimiento en 1908, lo suficiente como para merecer el siguiente comentario:
Notamos
también algunas mejoras en la ornamentación del escenario, que se hacían sentir
sin que ello preocupara mucho a los verdaderos encargados de realizarlas, por
lo que felicitamos a la empresa Galé, a cuyo buen deseo de satisfacer y agradar
a su público favorecedor, débese la innovación… encubridora de ocultas miserias
apuntada[12].
No es de extrañar, pues, el elogio del cronista, en el debut de la compañía de Elisa Santangelo, para la puesta en escena de Lucia, “que ya sabemos qué esfuerzo exige en nuestro teatro”.
La ópera es, ante todo, espectáculo, y como tal requiere espacio escénico, decorados, cambios de escena, y equipamiento. La falta o poca adecuación de este último prolongaba excesivamente los intervalos, con la incomodidad y los reclamos consiguientes por parte del público. Y es que Gualeguay a principios del siglo xx no era la Viena de Mozart, donde una ópera podía durar seis horas, ni el Teatro Nacional uno de esos teatros italianos donde los intervalos eran más importantes que el espectáculo; las familias no querían regresar tarde a sus casas. Por eso eran frecuentes los pedidos de comienzo puntual e intervalos breves.
Por otra parte, las familias acomodadas viajaban con frecuencia a Buenos Aires y tenían la posibilidad de presenciar una ópera en el Colón o el Coliseo si ese fuera su interés; su asistencia a tales representaciones en Gualeguay tenía seguramente más interés social que musical.
En el Teatro Italia, la temporada de ópera que acompañó la inauguración, a cargo de la compañía Stargiotti, fue, durante más de una década, la única. Con un escenario relativamente reducido en tamaño, sin telar ni equipamiento de ninguna clase, podían desarrollarse razonablemente celebraciones sociales y presentaciones musicales o teatrales sin grandes pretensiones acústicas, pero difícilmente podría haberse lucido una compañía lírica, un espectáculo necesariamente más caro, y habría requerido llenos completos para ser viable, algo muy complicado de lograr en Gualeguay. Por eso no debe extrañarnos que la presentación en octubre de 1922 de la Compañía Marranti fuera un acontecimiento.
La sala del Italia presentaba anoche un aspecto interesante y distinguido, ocupada casi en su totalidad por familias de nuestra “elite” ansiosas asistentes al debuto [sic] de la compañía lírica Marranti, que constituyó, como lo preveíamos, un acontecimiento artístico y social.
Pero también hizo imposible no percibir lo inadecuado de la sala del Italia para una representación de ópera:
Venciendo
inconvenientes de suma importancia como son la escena, acústica, etc., la ópera
de Verdi [Il Trovatore], como decimos fue discretísimamente cantada, lo que
hace más meritorio el esfuerzo y las condiciones de los artistas y dirección.
De
un conjunto de 12 ejecutantes [Marranti] obtiene a maravillas efectos notables,
llamando la atención la armonía y justeza del conjunto. Lo único lamentable, lo
diremos, es el piano, que no responde al saber de su ejecutante y desentona en
el conjunto[13].
La presentación de Aida en ese contexto (una función a precios “popularísimos” y otra de abono) aportó –por si hacía falta–, la confirmación:
“Aída”, la monumental composición del maestro Verdi, subió a escena anoche en el Italia, mereciendo del conjunto artístico que nos visita una cuidada y discreta interpretación, como no podemos pedir mejor de un teatro que de todo tiene menos de tal.
Marranti en 1912 había declinado presentarse en Gualeguay porque consideraba imposible llevar una compañía numerosa y de costo como la suya a ciudades pequeñas, según escribió al arrendatario del Teatro Italia[14]. Diez años después presentaba Aida (una especie de ópera insignia con la que había inaugurado teatros en distintas ciudades del país) con una compañía reducida en un recinto también reducido. Es claro que no podía tener expectativas de un buen resultado artístico.
Zarzuela
El género musical representado con mayor frecuencia en Gualeguay fue la zarzuela, por compañías españolas o que pretendían serlo, al menos en su denominación.
La más fiel al público gualeyo fue, sin duda, la de Jaime Falconer, que realizó prolongadas temporadas en Entre Ríos, pero no solo allí. En las distintas temporadas en Gualeguay entre 1902 y 1919, representó 74 títulos diferentes, de diversas épocas, desde la temprana Los diamantes de la corona, de mediados del siglo xix, o la favorita El anillo de hierro, de 1878 (tres de las ocho veces que se representó en Gualeguay), a las más recientes El puñao de rosas, de 1902, o Bohemios, de 1904, con una efímera incursión por la ópera con La Traviata y La Favorita (esta última en castellano) en 1909, e incorporando a su repertorio, en 1919, las operetas vienesas.
Revisando las crónicas periodísticas, se observa que solo muy excepcionalmente logró la compañía llenar el Teatro Nacional o convocar suficiente público; a su retorno en 1919, en cambio, las funciones en el Teatro Italia estuvieron muy concurridas.
En cuanto a las obras, parecen haber predominado las zarzuelas tradicionales del género grande. Ya se ha mencionado que El anillo de hierro, gran favorita, fue representada ocho veces; La tempestad, según Vico, estaba prevista para inaugurar el Teatro Nacional, y Marina, que la sustituyó, cinco veces cada una, al igual que La Marsellesa de Fernández Caballero, que en más de una ocasión enfervorizó al público. Entre tres y cuatro veces, otras zarzuelas de Fernández Caballero, Chapí y Barbieri, y la también muy tradicional Los Magyares, de Olona. Algunas compañías presentaron solo género grande, otras género chico, otras alternando ambos. El público favorecía las zarzuelas que conocía bien. Y aunque el gusto por aquellas de siempre, como El anillo de hierro o Marina (por nombrar solo dos), se mantenía, tanto Falconer como Galé, con el paso del tiempo devenidos más empresarios que directores de una compañía propia, adaptaron sus programas incluyendo buenas dosis de operetas mayormente alemanas.
Opereta
Este género cobró
entidad en la ciudad en la segunda década del siglo xx. Según Carlotta Sorba, a
fines del siglo xix era evidente que la relación entre la ópera y el público
experimentaba cambios profundos, y que la ópera se estaba transformando en
música artística no susceptible de consumo popular inmediato, algo que también
observaría Joaquín Turina años más tarde en las creaciones operísticas que se
presentaban en París en torno a 1910[15].
La importancia de la danza, el tono de parodia y su carácter cosmopolita facilitaban su difusión en un público internacional, con frecuentes trasposiciones de lugares y situaciones que podían adaptarse fácilmente al lugar donde se presentaran. Su tono, carácter y lenguaje podían resultar muy apropiados para abarcar un público necesariamente ecléctico, en promedio con poca educación formal y más propenso a buscar entretenimiento que instancias de reflexión. La opereta vienesa llegó traída por tres compañías italianas que introdujeron las creaciones de Lehar, Strauss y Leo Fall; se les sumaron luego las españolas Pereda-Ruax, Galé y Falconer.
En la primera presentación, a cargo de la Compañía Lírica Italiana Grandi D’Elia, de la opereta de Oskar Strauss Sogno d’un valzer (cantada en italiano), observó el cronista las limitaciones del escenario, “en ninguna forma adecuado para esta clase de espectáculos, a base, puede decirse, de lujo y ampulosidad de su mise en scène”[16].
Lo cierto es que, aun con las falencias apuntadas y reiteradas en alguna otra ocasión, las compañías de opereta tuvieron éxito de público en el Teatro Italia, con espectáculos fundamentalmente de la producción vienesa. Todas incluyeron en su repertorio La viuda alegre y El conde de Luxemburgo, y casi todas el ya mencionado Sueño de un vals, y La principessa dei dollari. La compañía Città di Milano, de Pietro Maresca, presentó en 1914 dos obras recientes del género: Eva, de Lehar (1911), y La reginetta delle rose, de Leoncavallo (1912), todas con buena asistencia de público. En relativamente poco tiempo, ya no fue necesario pedir al empresario que difundiera los argumentos para facilitar al público el seguimiento.
Drama y comedia
Estos dos rubros van
necesariamente juntos, pues no hay compañía –con la excepción de Navarro y
Perlá, que dio solamente dos funciones– que se haya presentado exclusivamente
con drama. No solo se alternaban presentaciones de los dos géneros, sino que
era práctica corriente finalizar la función luego de un drama con alguna
petipieza, un apropósito o un juguete cómico, o hasta una zarzuela, como fue el
caso de El sargento Martín, de Exequiel Soria, que siguió al Caín de Enrique
García Velloso.
También era habitual –casi necesario– incluir en las funciones alguna intervención musical, no solo para amenizar los intervalos, como era práctica corriente. Cuando la compañía de Aniceto Ruax anunció la presentación del drama La Dolores para la siguiente función, especificó que, al final del segundo acto, Ruax cantaría la famosa jota, acompañado por toda la compañía, y la bailaría una pareja de actores.
Las combinaciones de drama o comedia y música podían ser aún más eclécticas (o disparatadas). Para su debut en noviembre de 1912, Angelina Caparó eligió la pieza cómico-dramática en tres actos La mesonera del León de Oro, y la comedia cómico-lírica en un acto Casa de campo, durante la cual se cantaría el tango del café de Puerto Rico de la zarzuela Certamen Nacional. Se presentaría además el dúo de los besos del Conde de Luxemburgo, y una pareja bailaría “un lindo cake walk”[17].
Tras comentar el espectáculo, el cronista sugirió a la compañía que intercalaran en su programación alguna de las buenas comedias de costumbres del teatro español moderno: “[…] que no solo […] reúnen mayor caudal artístico y de más prontas y reales enseñanzas, sino que concilian mejor las tendencias de nuestro público”.
En la segunda década del siglo, cobraron importancia creciente las compañías de repertorio local. La compañía cómico-dramática nacional de José Arraigada articulaba en muchas funciones un drama encabezado por el actor Pardo Rivas, seguido de una pieza cómica a cargo de Arraigada. La incorporación de autores argentinos y uruguayos como Florencio Sánchez, Julio Sánchez Gardel o Laferrere fue muy bien recibida por el público, numeroso en buena parte de las cerca de 20 funciones que dio la compañía en 1913. Arraigada volvería dos años después con un repertorio similar, agregando sainetes de Vaccarezza y Cayol.
También con un conjunto de autores rioplatenses como Florencio Sánchez, Saldías y García Velloso, se presentó la compañía de dramas nacionales dirigida por el actor Paonessa en 1917. El Jesús Nazareno de García Velloso generó el rechazo del público y el pedido a la empresa de que no pusiera “en escena obras de este género, que hacen pasar ratos nerviosos principalmente a las familias, que lo que quieren es una obra amena que motive un rato de solaz y provecho”[18], dejando así muy claras las preferencias del público.
Con un repertorio parcialmente similar, se presentó en 1918 la compañía del muy famoso José Podestá, ahora sexagenario y figura casi legendaria, en lo que sin duda fue un acontecimiento para Gualeguay, llevando entre sus elementos figuras que ya habían estado en la ciudad, como Ignacio Corsini y José Arraigada, e incluyendo en su repertorio El rosal de las ruinas, poema dramático en tres actos de Belisario Roldán que transcurre en Entre Ríos durante el primer levantamiento de López Jordán.
La compañía actuó siete días seguidos con el teatro lleno o casi lleno, pero luego la concurrencia comenzó a mermar, en opinión del cronista, porque el público era siempre el mismo y sus bolsillos estaban exhaustos. En consecuencia, se le pedía que rebajara el precio de las entradas.
Repertorios similares, con algunas variaciones, tenían las compañías argentina y uruguaya que se presentaron en 1919. La Compañía Argentina de Dramas, Comedias, Sainetes y Zarzuelas en 1922 y la compañía Yacucci en 1922-1923 incorporarían nuevos sainetes y nuevos autores, como Vacarezza, Malfati, Discépolo y Parravicini. Aunque las compañías españolas continuaban pasando por Gualeguay con obras de autores españoles (y ocasionalmente alguna de autor argentino), la producción dramática nacional había ganado espacio en las representaciones.
3. Fuera del teatro: espectáculos y diversiones
La retreta, música
ejecutada por la banda municipal en la plaza principal dos veces por semana,
era un entretenimiento muy concurrido en primavera y verano, y especialmente
apreciado en las noches cálidas. Podía desplazar, como experimentó la compañía
Dalmau, a los espectáculos del teatro, donde no había recursos para paliar el
calor (recordemos que los techos eran de chapa). Algunas tibias quejas
apuntaban ocasionalmente a la falta de renovación del repertorio, o a la
duración demasiado corta de la presentación.
Otro entretenimiento practicado, por lo menos en los primeros años del siglo xx con cierta frecuencia, eran las carreras de caballos, concertadas de manera individual, ya que en cada carrera corrían solo dos caballos por un monto de dinero previamente acordado entre los dueños. Se corría en un camino y atraía mucho público. Según el diario, el domingo 30 de marzo de 1902 no menos de 400 personas presenciaron la carrera, “habiendo reinado el más perfecto orden, pues la autoridad no permitió jugadas de otra clase, como taba, naipes, etc.”[19].
Circos
Si un espectáculo podía
ufanarse de llenos completos en casi todas sus funciones, ese era el circo. No
faltó en Gualeguay en el período aquí abarcado, y fue cambiando su modalidad
con el tiempo. El circo Rosita y el Pabellón Platense eran formas clásicas del
circo criollo. El primero debutó en Gualeguay un domingo de junio de 1902 ante
no menos de 600 espectadores con un programa de ejercicios de acrobacia y
dramas criollos como El gaucho Ño Mamerto, La caída de Rosas o Gaucho inocente.
Este circo dedicó una de sus funciones a beneficio de la caja social de la
sociedad Regina Margherita, señal de que la concurrencia a este tipo de
espectáculos no estaba segmentada de manera infranqueable. Incluso el periódico
admitía que, pese a sus reservas hacia el drama criollo, debía apoyarse a la
compañía que contribuía a la beneficencia del pueblo[20]. Las presentaciones
del Platense al año siguiente seguían un esquema similar. Quizás tomando en
cuenta la importante población italiana del lugar, a los dramas criollos añadió
el drama en dos actos y diez cuadros Musolino “y la apoteosis final La
Italia”[21].
Diez años después el circo había cambiado, aunque mantenía los clowns y los números de acrobacia. Era ahora el circo con exhibición de animales y domadores, con tres carpas comunicadas entre sí, y palcos alfombrados en torno a la pista de espectáculos, dirigido a una población más acomodada. Y también funcionaba a pleno.
Ese mismo año de 1913, llegó Frank Brown con su compañía ecuestre a Gualeguay, con gran asistencia de público, incluidas “algunas distinguidas familias”, en especial la función del domingo, que excedió las localidades disponibles[22].
En 1918, los circos seguían yendo a Gualeguay, con carpas de mayor capacidad cada vez, constantemente llenas. Aun cuando se presentaran con frecuencia y los espectáculos no resultaran siempre novedosos, nunca faltaba lugar para el asombro, y de eso se trataba.
Para entonces, los dramas criollos habían cedido paso a los dramas y las comedias de costumbres nacionales, y los Podestá los presentaban en los teatros.
Por
Alicia Bernasconi
Fragmento del Libro “Grandes ilusiones” (Alicia Bernasconi, Mariela Ceva y Fernando J. Devoto).
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